Un día mi cuerpo y mi alma se separaron, uno salió, y el otro se quedó en casa. Afuera hacía frío, había llovido sin parar por una semana. Recién empezaba a amagar el sol. Adentro había un refugio, vacío de personas y lleno de objetos.
La ciudad estaba mojada, el tránsito humano como siempre, de traje. Nadie miraba a nadie, sólo se esquivaban y miraban a otro lado. A cualquier lado, menos a los ojos. Mientras, en el departamento de Planta Baja, reinaba el silencio.
Afuera el aire limpiaba mis pulmones, usualmente llenos de humo de tabaco; y ventilaba mis pensamientos. Adentro, en el refugio, el aire estaba algo condensado, pero la paz era tanta que se sentía como estar dentro de una nube, o abajo del agua, sin frío ni calor.
Esquivando humanos y autos, encontré una plaza. Fue lo mejor que me podía haber pasado en ese preciso momento. Estaba empezando a sentirme como una tuerca, una parte de un engranaje. Parte de una gran máquina metálica bien aceitada.
Recuerdo que adentro, en ese mismo momento, comenzaba a sentirme inútil. Prescindible, y ajena. Hasta que encontré una idea, que despertó a mi mente, y me empujó a crear. Una idea como una plaza, con todo tipo de vegetación. O un árbol con sus raíces y sus ramas.
Esa noche mi cuerpo y mi alma se reunieron, en la puerta de casa. Ambos habían tenido sus propias experiencias, pero no se hablaron. Simplemente se unificaron y volvieron a la realidad, como si nada hubiera pasado. Y ésto nunca más me volvió a pasar.
El día de hoy aún recuerdo ese día, sin terminar de entenderlo. Lo sentí todo; estoy segura de lo que viví, pero nunca supe qué parte con mi cuerpo y qué parte con mi alma. Nunca supe dónde estaba mi piel, mi carne; dónde estaba mi mente. Quién se quedó adentro y quién salió a pasear.
Rosario Grasset
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