Marina despertó con una sensación avasalladora. Le apretaba el corazón en el pecho, y de tanto en tanto se ahogaba por la falta de aire. Estaba en su casa, levantándose de su cama, ordenando un poco las cosas. Desayunó, armó la cama, lavó los platos, se duchó. No parecía que hubiese nada tan trágico pero aún así, ella lo sentía muy en lo profundo de su ser. Era innegable la sensación, e indisimulable. Definitivamente es uno de esos días en lo que no tiene sentido estar viva.
Marina reconocía la situación: angustia suprema, nudo constante en la garganta, ataques de pánico, rápidas palpitaciones, etc. Sentía como si por dentro su cuerpo ardiera. Como si su alma fuese una llamarada, y su cerebro una brasa encendida. Estoy cansada de vivir así... Un día arriba y un día abajo. Un día disfrutando en el Cielo, y otro sufriendo en el Infierno. Estoy muy, pero muy cansada.
Todo el mundo que la conocía sabía que algún problema debía tener, aunque no fuera muy obvio a simple vista. La tildaban usualmente de vaga, y de irresponsable. Y como su “enfermedad” no era física, sino mental, nadie pudo nunca justificar su manera de ser, y de actuar. Por lo tanto, continuaban juzgándola de vaga, de irresponsable, inútil, tonta...
Habían pasado ya tres horas desde que Marina se levantó. Lamentablemente, nunca dejó de sentir como los demonios la acosaban. Se habían metido dentro suyo, y de su mente, poseyéndola. Pero, al estar acostumbrada a los mencionados altibajos, ella podía en algunos momentos superarlo; y vivir.
Aún podía respirar. Y también caminar. Se dirigió a la puerta para salir, pero se detuvo por un momento. Estuvo muy quieta durante aproximadamente treinta segundos, en los que pensaba algo que no pude descifrar. Entonces, dio la vuelta; agarró del desayunador un cuaderno pequeño de hojas rayadas y una birome del lapicero en su escritorio. Se sentó, y escribió unas palabras. Cinco minutos después retomó su camino anterior, abrió la puerta, y salió del departamento.
En el pasillo de aquél sexto piso, Marina esperaba ansiosa el ascensor. Su nerviosismo era notable, se mordía la piel del borde de los dedos, pensativa. ¿Por qué me tiene que pasar ésto? Podría haber tenido una vida feliz, y tranquila... Llegó el ascensor. Subió y cerró las puertas con fuerza. Se miró a los ojos en el reflejo. Se hablaba a sí misma en su mente: Ya está, es lo que es. Es la única salida, la última solución. Aceptalo, y no tengas miedo.
Marina salió del edificio algo apurada. La multitud de gente que caminaba por la avenida la ponía aún más nerviosa. Sentía claustrofobia al aire libre, le causaba alergia la gente. Esquivaba cuerpos y seguía paso a paso adelantándose, enfrentándose a una marea multitudinaria de peatones ocupados, y pre-ocupados. Shit, fuck, shit, fuck; shit, shit, shit! Su mirada deambulaba por las veredas. Buscaba a alguien.
Ya casi trotaba. Maldita hora pico... O “zona pico” Pensó. Cruzó la calle Austria y sin parar siguió hacia adelante a paso muy veloz, cruzó también Agüero. ¿Dónde está la ley cuándo alguien la necesita? Cuando hacía media cuadra que había pasado Laprida, lo vio. Estaba ahí, parado frente a un Quiosco. Al fin uno! Por primera vez en el día se le escapó una sonrisa; seguida de un suspiro de alivio.
Marina bajó instantáneamente la velocidad, y luego de tres pasos, se detuvo un momento a pensar. Sólo observaba a ese hombre. Tan simple y a la vez tan especial... En ese justo momento, un hombre grande que venía caminando tras ella, le chocó un hombro al pasar. Él también iba apurado, y el golpe fue muy brusco. Sobretodo dado el tamaño de ella a comparación del suyo.
Dio medio giro del envión; y él, sin pedir perdón siguió su camino. Tal vez ni siquiera la sintió. Ella, al fin, recuperó su lugar y plantó firme sus pies en la vereda. Se corrió a un costado evitando la fuerte corriente de humanos, y se aguantó el dolor. Sin emitir sonido, sin pensar más nada. Se agachó entonces a atarse los cordones (luego de desatárselos) y miró al hombre que iba a cerrar al fin ésta historia. Era, a simple vista, muy común, ordinario. Vestido en su uniforme azul, y muy típica su actitud. No tenía idea lo importante que era que él esté allí, para que Marina lo encontrara.
Listo; ya fue! Caminó sigilosamente entre la gente hacia él, escondiéndose entre cuerpos que iban y venían, hasta que se acercó lo suficiente como para desabrocharle el botón de “cartuchera” que envolvía su arma. Sí! Desenfundó el revólver y empezó a correr. Largó a una velocidad digna de las Olimpíadas. Chocaba a algunas personas en su camino, pero casi a nadie en proporción, esquivaba como una profesional en un deporte extremo. A ésta altura el policía ya se había dado cuenta de lo sucedido, y corría tras ella.
Marina pasó el punto de no retorno, y sin importarle nada más, corrió al máximo de su velocidad. A los pocos minutos, luego de haber girado en una esquina cercana, ella lo perdió entre la multitud. O, mejor dicho, “se” perdió. Lenta y gradualmente fue bajando la velocidad, hasta llegar a un paso lento, y tranquilo. Firme. Se camufló; tenía el arma en el bolsillo del pantalón.
Dio una vuelta por la plaza que se encontró pasando Pueyrredón, y se instaló en un banquito en el canil de las esquinas cruzadas. No había nadie, por suerte. Fue un día muy complicado para Marina, muy oscuro, pesado y denso. Un día en que los demonios le ganaron, y tomaron el control de la situación. Pero al fin, por un momento, pudo descansar. Pudo relajar su mente, calmar su corazón, y respirar. El fuego en su interior se congeló. Paz... Sólo eso quería. Sacó el revólver de su bolsillo y sonriente le sacó el seguro. Sabía que eso no iba a ser tan difícil. Abrió la boca y lo apoyó dentro. Apuntó hacia arriba, y disparó.
Media hora más tarde había un gran cantidad de personas rodeando el canil. Los policías habían cerrado la puerta de entrada, y los hombres y las mujeres curiosos cercaban las rejas como si estuvieran en el zoológico. La ambulancia, con su sirena eufórica, logró con dificultad abrirse paso hasta llegar a la escena. Era demasiado tarde, evidentemente, pero aún debían encargarse del cuerpo. Los paramédicos alzaron el envase vacío de Marina, y lo subieron a la camilla. Lo llevaron de a dos nuevamente a la ambulancia, y arrancaron.
Ya en el hospital, una enfermera buscaba en sus bolsillos alguna identificación. A alguien debía notificar, pero... ¿A quién? No encontró nada más que un papel escrito con birome azul, que leía:
Marina reconocía la situación: angustia suprema, nudo constante en la garganta, ataques de pánico, rápidas palpitaciones, etc. Sentía como si por dentro su cuerpo ardiera. Como si su alma fuese una llamarada, y su cerebro una brasa encendida. Estoy cansada de vivir así... Un día arriba y un día abajo. Un día disfrutando en el Cielo, y otro sufriendo en el Infierno. Estoy muy, pero muy cansada.
Todo el mundo que la conocía sabía que algún problema debía tener, aunque no fuera muy obvio a simple vista. La tildaban usualmente de vaga, y de irresponsable. Y como su “enfermedad” no era física, sino mental, nadie pudo nunca justificar su manera de ser, y de actuar. Por lo tanto, continuaban juzgándola de vaga, de irresponsable, inútil, tonta...
Habían pasado ya tres horas desde que Marina se levantó. Lamentablemente, nunca dejó de sentir como los demonios la acosaban. Se habían metido dentro suyo, y de su mente, poseyéndola. Pero, al estar acostumbrada a los mencionados altibajos, ella podía en algunos momentos superarlo; y vivir.
Aún podía respirar. Y también caminar. Se dirigió a la puerta para salir, pero se detuvo por un momento. Estuvo muy quieta durante aproximadamente treinta segundos, en los que pensaba algo que no pude descifrar. Entonces, dio la vuelta; agarró del desayunador un cuaderno pequeño de hojas rayadas y una birome del lapicero en su escritorio. Se sentó, y escribió unas palabras. Cinco minutos después retomó su camino anterior, abrió la puerta, y salió del departamento.
En el pasillo de aquél sexto piso, Marina esperaba ansiosa el ascensor. Su nerviosismo era notable, se mordía la piel del borde de los dedos, pensativa. ¿Por qué me tiene que pasar ésto? Podría haber tenido una vida feliz, y tranquila... Llegó el ascensor. Subió y cerró las puertas con fuerza. Se miró a los ojos en el reflejo. Se hablaba a sí misma en su mente: Ya está, es lo que es. Es la única salida, la última solución. Aceptalo, y no tengas miedo.
Marina salió del edificio algo apurada. La multitud de gente que caminaba por la avenida la ponía aún más nerviosa. Sentía claustrofobia al aire libre, le causaba alergia la gente. Esquivaba cuerpos y seguía paso a paso adelantándose, enfrentándose a una marea multitudinaria de peatones ocupados, y pre-ocupados. Shit, fuck, shit, fuck; shit, shit, shit! Su mirada deambulaba por las veredas. Buscaba a alguien.
Ya casi trotaba. Maldita hora pico... O “zona pico” Pensó. Cruzó la calle Austria y sin parar siguió hacia adelante a paso muy veloz, cruzó también Agüero. ¿Dónde está la ley cuándo alguien la necesita? Cuando hacía media cuadra que había pasado Laprida, lo vio. Estaba ahí, parado frente a un Quiosco. Al fin uno! Por primera vez en el día se le escapó una sonrisa; seguida de un suspiro de alivio.
Marina bajó instantáneamente la velocidad, y luego de tres pasos, se detuvo un momento a pensar. Sólo observaba a ese hombre. Tan simple y a la vez tan especial... En ese justo momento, un hombre grande que venía caminando tras ella, le chocó un hombro al pasar. Él también iba apurado, y el golpe fue muy brusco. Sobretodo dado el tamaño de ella a comparación del suyo.
Dio medio giro del envión; y él, sin pedir perdón siguió su camino. Tal vez ni siquiera la sintió. Ella, al fin, recuperó su lugar y plantó firme sus pies en la vereda. Se corrió a un costado evitando la fuerte corriente de humanos, y se aguantó el dolor. Sin emitir sonido, sin pensar más nada. Se agachó entonces a atarse los cordones (luego de desatárselos) y miró al hombre que iba a cerrar al fin ésta historia. Era, a simple vista, muy común, ordinario. Vestido en su uniforme azul, y muy típica su actitud. No tenía idea lo importante que era que él esté allí, para que Marina lo encontrara.
Listo; ya fue! Caminó sigilosamente entre la gente hacia él, escondiéndose entre cuerpos que iban y venían, hasta que se acercó lo suficiente como para desabrocharle el botón de “cartuchera” que envolvía su arma. Sí! Desenfundó el revólver y empezó a correr. Largó a una velocidad digna de las Olimpíadas. Chocaba a algunas personas en su camino, pero casi a nadie en proporción, esquivaba como una profesional en un deporte extremo. A ésta altura el policía ya se había dado cuenta de lo sucedido, y corría tras ella.
Marina pasó el punto de no retorno, y sin importarle nada más, corrió al máximo de su velocidad. A los pocos minutos, luego de haber girado en una esquina cercana, ella lo perdió entre la multitud. O, mejor dicho, “se” perdió. Lenta y gradualmente fue bajando la velocidad, hasta llegar a un paso lento, y tranquilo. Firme. Se camufló; tenía el arma en el bolsillo del pantalón.
Dio una vuelta por la plaza que se encontró pasando Pueyrredón, y se instaló en un banquito en el canil de las esquinas cruzadas. No había nadie, por suerte. Fue un día muy complicado para Marina, muy oscuro, pesado y denso. Un día en que los demonios le ganaron, y tomaron el control de la situación. Pero al fin, por un momento, pudo descansar. Pudo relajar su mente, calmar su corazón, y respirar. El fuego en su interior se congeló. Paz... Sólo eso quería. Sacó el revólver de su bolsillo y sonriente le sacó el seguro. Sabía que eso no iba a ser tan difícil. Abrió la boca y lo apoyó dentro. Apuntó hacia arriba, y disparó.
Media hora más tarde había un gran cantidad de personas rodeando el canil. Los policías habían cerrado la puerta de entrada, y los hombres y las mujeres curiosos cercaban las rejas como si estuvieran en el zoológico. La ambulancia, con su sirena eufórica, logró con dificultad abrirse paso hasta llegar a la escena. Era demasiado tarde, evidentemente, pero aún debían encargarse del cuerpo. Los paramédicos alzaron el envase vacío de Marina, y lo subieron a la camilla. Lo llevaron de a dos nuevamente a la ambulancia, y arrancaron.
Ya en el hospital, una enfermera buscaba en sus bolsillos alguna identificación. A alguien debía notificar, pero... ¿A quién? No encontró nada más que un papel escrito con birome azul, que leía:
Es fácil no creer en lo que no se puede ver.
Es fácil hacerse el desentendido,
y ni siquiera intentar comprender.
Hay cosas cosas que van más allá de lo razonable.
Que no se explican en lo libros de teoría;
ni hay pruebas contundentes,
que demuestren su realidad.
La vida es más compleja, y profunda de lo que parece.
Y yo ya no puedo ni disimular;
se acabó mi maldición,
yo sólo quiero descansar.
RG
Es fácil hacerse el desentendido,
y ni siquiera intentar comprender.
Hay cosas cosas que van más allá de lo razonable.
Que no se explican en lo libros de teoría;
ni hay pruebas contundentes,
que demuestren su realidad.
La vida es más compleja, y profunda de lo que parece.
Y yo ya no puedo ni disimular;
se acabó mi maldición,
yo sólo quiero descansar.
RG
No hay comentarios:
Publicar un comentario